Francisco, ¿continuidad o ruptura?
La bendición. El papa la imparte con la misma frecuencia que pide a los fieles que recen por él.
Foto: efe
por Rogelio Alaniz
ralaniz@ellitoral.com
Mañana se cumple un año del momento en que el flamante Papa Francisco se asomaba al balcón de la iglesia de San Pedro para saludar a los fieles, no con un mensaje urbi et orbi sino para pedirles a los fieles que rezaran con él. Sin capa de terciopelo, sin piel de armiño, vestido con una austera túnica blanca, el flamante Papa fundaba un inesperado liderazgo carismático en un acto de pocas y precisas palabras y una sonrisa que incluía en un exclusivo gesto la bondad, la alegría y el humor.
El aniversario amerita, además de las previsibles celebraciones, el balance acerca de lo que representa este nuevo papado. ¿Se corresponden las expectativas con los hechos? ¿Hay un cambio o una adaptación a las nuevas circunstancias? ¿Qué es lo que se hizo y qué es lo que falta hacer?, son algunas de las preguntas que nos hacemos quienes pretendemos entender a un Papa que ha movilizado tantas esperanzas dentro y fuera de la Iglesia.
Por lo pronto, y más allá de consideraciones históricas o políticas, lo cierto es que Francisco es un acontecimiento en la Iglesia y sus efectos van más allá de las instituciones. Al habitual regocijo de los católicos ante la elección de un nuevo Sumo Pontífice, se suma en este caso la reconciliación de creyentes con una Iglesia de la cual por diferentes motivos se habían alejado. Como me dijera en su momento una creyente progresista: “Gracias a Francisco, ya no tengo que pedir disculpas por ser católica”.
Sencillez, palabras justas, alegría, son algunas de las virtudes reconocidas a este Papa. Y al respecto sería un error reducir estos datos a condiciones actorales o a gestos superficiales, sobre todo porque estos rasgos coinciden con concepciones coherentes acerca del lugar que le corresponde a un Papa en la historia y una percepción acerca de la relación de la Iglesia con el mundo y del Papa con los fieles.
En principio, habría que decir que Francisco recupera lo que un teólogo muy bien calificó como la “alegría del Concilio Vaticano II”. ¿Es así? Más que un retorno a ese concilio, debería hablarse de una apropiación de ese concilio. En efecto, después de cincuenta años de ásperos debates, ruidosas discusiones, interpretaciones y negaciones en algunos casos escandalosas, pareciera que se arribó a un punto de equilibrio acerca de las virtudes renovadoras de un concilio que se propuso adaptar a la Iglesia a los nuevos tiempos y una disposición racional y sensible a mirar el futuro con espíritu moderno.
Francisco no es una ruptura con el pasado sino una continuidad, una continuidad en nuevas condiciones históricas y desde los datos singulares de un carisma. Pecaría de simplificación colocarlo en la vereda de enfrente de Benedicto XVI o Juan Pablo II. Al respecto, corresponde decir que fue el Papa polaco quien estableció tres principios rectores: el compromiso con los pobres, la defensa de la paz y el ecumenismo.
Que estos valores se hayan sostenido en el marco de la Guerra Fría -o del fin de la Guerra Fría para ser más preciso- marca una diferencia, aunque al respecto nunca olvido que el mismo Papa que contribuyó de manera eficaz a liquidar el comunismo, fue quien admitió ante la euforia de un capitalismo voraz y avasallante que “algunas gotitas de verdad había en el marxismo al momento de criticar al capitalismo y defender a los trabajadores”.
Por otro lado, sin la renuncia de Benedicto XVI, la experiencia de Francisco hubiera sido imposible. Ese gesto de renunciar constituye la gran novedad de los últimos tiempos de la Iglesia, la renuncia para abrir espacios a ideas, energías y voluntades capaces de afrontar los acuciantes desafíos internos y externos de la Iglesia Católica. Ratzinger preparó el terreno institucional para la llegada de Francisco. Y además fue quien inició con singular severidad la condena a los sacerdotes pedófilos y la reprobación por los escándalos financieros.
Francisco es continuidad y no ruptura; en el mejor de los casos, reforma y no revolución. Decir lo contrario es no conocer a la Iglesia o en su defecto jugar de manera arbitraria con el significado de las palabras. Es en ese sentido un conservador que “conserva dogmas” y tradiciones. Pero al mismo tiempo es un renovador, alguien que se propone mantener un delicado y virtuoso equilibrio entre las exigencias del pasado al que pertenece y del que no desea apartarse, y los desafíos de un futuro que exige cambios que deben elaborarse con la inspiración de un artista iluminado por las verdades del Evangelio y la destreza de un político que sabe de las inclemencias y los rigores del poder.
Sin embargo, algunos de los cambios en este año son tan evidentes que no merecen mayores comentarios. Básicamente hay que decir de Bergoglio que se trata de un Papa con capacidad para promover reformas, porque sabe muy bien dónde quiere ir y cuáles son sus límites y posibilidades. Sabe muy bien que debe conquistar el corazón de los fieles, porque esa es la primera tarea de un líder espiritual, pero no ignora que ese paso decisivo debe corresponderse con decisiones efectivas.
Francisco es un hombre que se ha propuesto predicar con el ejemplo; habla de los pobres y es austero; habla de la alegría y su sonrisa es luminosa; habla de honradez e inicia el desmantelamiento de la burocracia financiera; no contradice los dogmas de la Iglesia pero predica las virtudes de la comprensión y la apertura; no cede ideológicamente ante el marxismo, pero recibe a los principales líderes de la teología de la liberación; no modifica las tradicionales evaluaciones de la Iglesia sobre la homosexualidad, pero declara que él no es quién para juzgarlos.
No es la oposición a Ratzinger, pero es diferente y esa diferencia no proviene sólo de la identidad latina o germana. Es que la relación entre pecado y libertad es diferente, porque mientras para Ratzinger el pecado es la expresión del mal causado por la desobediencia a Dios, para Bergoglio la contradicción entre el bien y el mal se resuelve en la conciencia de cada uno con la ayuda de la Gracia. Ratzinger pone límites intelectuales precisos a la autonomía de la razón y a la libertad individual. Bergoglio comparte esos límites, pero con algunos escrúpulos, sobre todo cuando alienta la confianza en el hombre para encontrar el camino de la Salvación. Y si bien no desconoce la existencia del pecado, su resolución no es el castigo sino el perdón. Digamos que entre Lumen Fidei y Evangelii Gaudium hay diferencias, y las consecuencias de esas diferencias no son teóricas sino prácticas.
El futuro dirá cómo se manifiesta esta tensión entre continuidad y reforma. O cómo resuelve la Iglesia su relación con los fieles y el mundo, cómo cambia lo que merece cambiarse y se conserva todo aquello que merece conservarse. Por lo pronto, Francisco hace muy bien en solicitarle a todos que recen por él.
Francisco se ha propuesto predicar con el ejemplo; habla de los pobres y es austero; habla de la alegría y su sonrisa es luminosa; habla de honradez e inicia el desmantelamiento de la burocracia financiera...