lunes, 31 de agosto de 2015

Ciencia y religión I

Ciencia y religión I

Albert Einstein

En el transcurso del siglo pasado y parte del anterior se sostuvo de manera generalizada que existía un conflicto insalvable entre la ciencia y la fe. La opinión que predominaba entre las personas de ideas avanzadas afirmaba que había llegado la hora de que el conocimiento, la ciencia, reemplazase a la fe; toda creencia que no se apoyara en el conocimiento era superstición y, como tal debía ser combatida. De acuerdo con esta concepción, la educación tenía como única función abrir el camino al pensar y al conocer, y la escuela, como instrumento decisivo de la instrucción del pueblo, debía servir sólo a este fin. Sin duda es difícil hallar, si se la encuentra, una exposición tan simple del punto de vista racionalista; toda persona sensata puede ver en efecto lo unilateral de esta exposición. Sin embargo también es aconsejable exponer una tesis nítida y concisa si se quieren aclararlas ideas respecto a la naturaleza de este problema.

Por supuesto que el mejor medio de defender cualquier convicción es fundarla en la experiencia y en el razonamiento. Tenemos que aceptar en este caso el racionalismo extremo. El punto débil de esta concepción resulta, empero, que esas ideas que son inevitables y determinan nuestra conducta y nuestros juicios no pueden basarse sólo en este único procedimiento científico. En efecto, el método científico no puede mostrarnos más que cómo se relacionan los hechos entre sí y cómo se condicionan mutuamente. El deseo de alcanzar este conocimiento objetivo pertenece a la máxima exigencia de que es capaz el hombre, y pienso, por cierto, que nadie sospechará que intente reducir los triunfos y las luchas heroicas del hombre en este ámbito. Sin embargo, es manifiesto también que el conocimiento de lo que es no da acceso directo a lo que debería ser. Se puede tener el conocimiento más claro y completo de lo que es, y no lograr, en efecto, deducir de ello lo que debería ser la finalidad de nuestras aspiraciones humanas.

El conocimiento objetivo nos proporciona poderosos instrumentos para conseguir ciertos fines, pero el objetivo último en sí y el propósito de alcanzarlo deben venir de otra fuente. No creo que sea necesario siquiera defender la tesis de que nuestra existencia y nuestra actividad sólo asumen sentido por la prosecución de un objetivo tal y los valores correspondientes. El conocimiento de la verdad como tal es admirable, mas su utilidad como guía es tan escasa que no es posible demostrar ni la justificación ni el valor de la aspiración hacia ese mismo conocimiento de la verdad. Por con-siguiente, nos enfrentamos aquí con los límites de la concepción puramente racional de nuestra existencia. Sin embargo, no debe suponerse que el pensamiento inteligente no desempeñe algún papel en la formación de lo objetivo y de los juicios éticos. Cuando se comprende que ciertos medios serían útiles para la consecución de un fin, los medios en sí se convierten entonces en un fin. La inteligencia nos aclara la interrelación entre medios y fines. 

Empero, el simple pensamiento no es capaz de proporcionarnos un sentido de los fines últimos y fundamentales.


Penetrar estos fines y estas valoraciones esenciales e introducirlos en la vida emotiva de los individuos, me parece, de manera concreta, la función más importante de la religión en la vida social del hombre. Y si nos preguntamos de dónde se deriva la autoridad de tales fines esenciales, puesto que no pueden fundarse y justificarse en la razón, sólo diremos: son, en una sociedad sana, tradiciones poderosas, que influyen en la conducta, en las aspiraciones y en los juicios de los individuos. Esto es, están allí como algo vivo, sin que resulte indispensable buscar una justificación de su existencia. Adquieren fuerza no mediante la demostración sino de la revelación, a través de personalidades vigorosas. No es posible tratar de justificarlas, sino captar su naturaleza de modo simple y claro.
Los más elevados principios de nuestras aspiraciones y juicios nos los proporciona la tradición religiosa judeocristiana. Es un objetivo muy digno que, con nuestras débiles fuerzas, sólo logramos alcanzar muy pobremente, si bien proporciona una base segura a nuestras aspiraciones y valoraciones. Si se separa este objetivo de su forma religiosa y se examina en su mero aspecto humano, tal vez sea posible exponerlo así: Desarrollo libre y responsable del individuo, de modo que logre poner sus cualidades, con libertad y alegría al servicio de toda la humanidad. No se intenta divinizar a una nación, a una clase ni tampoco a un individuo. ¿No somos todos hijos de un padre, tal como se dice en el lenguaje religioso? En verdad, tampoco correspondería al espíritu de este ideal la divinización del género humano, como una totalidad abstracta. Sólo tiene alma el individuo. Y el fin superior del individuo es servir más que regir, o superarse de cualquier otro modo. Si se examina la sustancia y se olvida la forma, pueden considerarse además estas palabras, como expresión de la actitud democrática esencial. El verdadero demócrata, igual que el hombre religioso, no puede adorar a su nación en el sentido corriente del término.
¿Cuál es, pues, en este problema, la función de la educación y de la escuela? Debería ayudarse al joven a formarse en un espíritu tal que esos principios esenciales fuesen para él como el aire que respira. Sólo la educación puede lograr este propósito. Si se tienen estos elevados principios claramente a la vista, y se los compara con la vida y el espíritu de la época, se comprueba con pena que la humanidad civilizada se halla en la actualidad en un grave peligro. En los estados totalitarios los propios dirigentes se esfuerzan por destruir este espíritu de humanidad. En las zonas menos amenaza-das son el nacionalismo y la intolerancia, la opresión de los individuos por medios económicos los que pretenden asfixiar esas valiosísimas tradiciones. La conciencia de la gravedad de esta amenaza crece, sin embargo, entre los intelectuales, y se buscan con afán los medios para contrarrestar el peligro . . . tanto en el dominio de la política nacional e internacional como en el de la legislación o de la organización en general. Tales esfuerzos son, por cierto, indispensables. Los antiguos, sin embargo, sabían algo que al parecer nosotros hemos olvidado. Todos los medios resultan instrumentos inútiles si tras ellos no alienta un espíritu vivo. Mas si el designio de lograr el objetivo actúa poderosamente dentro de nosotros, no nos han de faltar fuerzas para encontrar los medios que conviertan ese objetivo en realidad.

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