domingo, 30 de agosto de 2015

¿Lecciones de Mayo ?

¿Lecciones de Mayo ?
Rogelio Alaniz

DIARIO EL LITORAL DE SANTA FE  http://www.ellitoral.com/

Las fechas patrias son aniversarios que el Estado sacraliza con el objetivo de constituir una identidad, un punto de referencia alrededor del cual una sociedad se reconoce. La famosa historia de Mitre cumplió con ese objetivo. Las figuras de San Martín y Belgrano fueron el “pretexto” para constituir el relato fundante de una nación, visto desde la perspectiva de la elite dirigente. Algo parecido intentaron hacer Vicente Fidel López y unas décadas más adelante los llamados revisionistas, cuya tarea consistió -con sus propios matices internos- en invertir el cuadro de honor y calificar de héroes a los que antes estaban calificados de villanos.
Las fechas patrias sirvieron y tal vez sirvan para pensar el presente o imaginar el futuro, aunque daría la impresión de que desde hace décadas su única utilidad es la de su condición de feriado, un aniversario que además de incluir algunos actos formales, cada vez más retóricos y solemnes, tiene como exclusivos beneficiarios a los vendedores de locro y empanadas y a las agencias de turismo, siempre interesadas en que el aniversario coincida con un fin de semana. Con un toque de humor o ironía podríamos decir que no está mal que a casi 200 años de la Revolución de Mayo haya algunos beneficiarios materiales con la fecha, sobre todo en un país donde ganarse la vida no es sencillo.
Con el riesgo de contrariar el “alma popular”, diría que el 25 de Mayo como el 9 de Julio o cualquier fecha fundante de nuestra Nación es una ocupación de los historiadores, lo cual no impide que cualquier hijo de buena vecina se dedique a leer o estudiar lo que ocurrió en aquellas famosas jornadas. Torcuato Di Tella decía que a la historia no la escriben los que ganan ni los que pierden sino los que la estudian. Una verdad obvia que adquiere relevancia cuando en nombre de la memoria o de algún argumento ideológico se pretende hablar de la historia de los ganadores o de los perdedores, como si el devenir de la sociedad se rigiera con la lógica de un partido de fútbol.
Cuando uno escucha a políticos de la más diversa extracción decir que hay que volver a las enseñanzas de Mayo, no sabe si pensar que hablan por ignorancia, o porque su exclusiva lectura sobre el tema es el Billiken. Aunque suene antipático hay que decir de una buena vez que la Revolución de Mayo de 1810 no tiene nada que enseñarnos a los argentinos que vivimos en el 2009, del mismo modo que la Revolución Francesa no tiene nada que decirle hoy a los franceses, que dentro de unos meses van a votar. Alguien dirá que existen relaciones secretas y no tan secretas entre las diversas generaciones. Puede ser. Pero esas conexiones son complejas, hay que estudiarlas y no se traducen en consignas sentimentales o simplificadoras.
No hace falta abundar en ejemplos para establecer las diferencias. Podrá decirse que lo que hay que rescatar es la subjetividad de los protagonistas, la generosidad de su entrega. Podría decirse eso, pero no sería justo ni verdadero. Si nos despojamos un rato del sentimentalismo ramplón podríamos reconocer que también en este punto hay algunas observaciones que hacer.
En primer lugar, los actores de aquellas jornadas no eran idealistas a la violeta, sino políticos sagaces, muchos de ellos conectados con intereses económicos prácticos. No en vano Moreno escribió “La representación de los hacendados”, y la propia Primera Junta era una coalición integrada por una compleja trama de intereses.
Mayo de 1810 no fue una revolución contra España y mucho menos contra los reyes. Los afectados por el cambio fueron los funcionarios coloniales en el Río de la Plata. De allí provendrá la resistencia y desde allí se organizará la contrarrevolución. Cuatro años después -una enormidad de tiempo cuando se vive una situación revolucionaria- se empezará a hablar en serio de independencia. No estoy diciendo nada nuevo. Pero a estas viejas verdades no son muchos los que las conocen.
Los protagonistas de entonces no sabían que iban a ser próceres, que en el futuro sus nombres iban a honrar plazas, calles, ciudades y paseos. Por el contrario, eran hombres dominados por la incertidumbre y la perplejidad, hombres que, además, estaban obligados por circunstancias que no eligieron a tomar decisiones difíciles. Todos estos hombres ahora están en el mármol, pero antes vivían y estaban muy lejos de ser perfectos como pretenden pintarlos las acuarelas escolares.
Las jornadas de Mayo difieren de las actuales por muchas cosas, entre otras por su condición de jornadas revolucionarias. De los tiempos que hoy vivimos podrán hacerse las más diversas interpretaciones, lo que no puede decirse es que son tiempos revolucionarios. Por el contrario, para bien o para mal, son tiempos de estabilidad, tal vez de decadencia o desencanto. Nada de esto ocurría en el mundo de entonces y, en particular, en el Río de la Plata en 1810, cuando todavía el resplandor de la Revolución Francesa y norteamericana alumbraba el escenario y calentaba la imaginación de los hombres.
La misma palabra “revolución” hoy es un vocablo degradado y en más de un caso banalizado y corrompido. Se habla mucho de la Revolución de Mayo, pero se sabe poco y nada de lo que realmente fue. Lo peor del caso es que, además, el tema a muy pocos les interesa en serio, ni siquiera a políticos que sólo recurren a la fecha para manipularla.
Habitualmente se suele identificar a la revolución con una fecha cuando lo que corresponde es hablar de procesos. Lo sucedido el 25 de Mayo fue la consecuencia de una situación revolucionaria abierta a partir de las Invasiones Inglesas y el posterior derrumbe de la monarquía borbónica. El 25 de Mayo no fue el inicio de la revolución, como tampoco fue su punto final. Algo parecido podría decirse del 14 de julio y de la toma de la Bastilla, un episodio si se quiere menor en un proceso revolucionario de enorme trascendencia.
No recuerdo qué pintor equiparaba el tiempo revolucionario con una tempestad, con una tormenta. De pronto, todo lo que era previsible, cotidiano, rutinario se altera y los hombres ingresan en un período histórico, cuyo tiempo real es de una intensidad muy superior al tiempo cronológico. Es el viento, la tempestad de la revolución lo que forja a los revolucionarios y no a la inversa. Es esa movilización extraordinaria de condiciones objetivas y subjetivas la que, por ejemplo, transforma a un modesto y pacífico profesor de provincia como Robespierre en el temible jacobino, que asocia la virtud con el terror y marca con su genio uno de los costados más controvertidos pero más genuinos de una revolución.
Los hombres de Mayo también se ven sacudidos por esa tormenta.
En esas condiciones nadie actúa de acuerdo con un libreto predeterminado. El revolucionario Moreno en 1809 era un aliado al conservador Álzaga. El hombre más popular de Buenos Aires hasta 1810, Santiago Liniers, es fusilado por contrarrevolucionario en 1811. Un abogado recibido en Europa, Manuel Belgrano, con estudios económicos avanzados y un futuro abierto en la burocracia colonial, se transforma en uno de los generales de las tropas revolucionarias.
La historia no se repite. Si se repitiera no habría historia, porque la razón de ser de la historia es estudiar el cambio. Esto es lo que no entienden algunos políticos y ciertos historiadores más preocupados en vender que en pensar. En cada ciclo, en cada coyuntura los hombres deben “inventar” la respuesta. Hay experiencias, hay cadenas de causalidades que se deben tener en cuenta, pero en todos los casos la interacción social produce resultados que por definición son novedosos.
Yo lo siento mucho por los políticos y por sus pretensiones de valerse de la historia para legitimar sus actos, pero para los problemas que se nos presentan en el 2009, el 25 de Mayo no tiene ninguna enseñanza que dejarnos. Del mismo modo que Cristóbal Colón no tenía nada importante que decirle a los flamantes miembros de la Primera Junta, y nuestros amigos Adán y Eva no intentaron transmitirle ninguna moraleja a Julio César o a Napoleón.

No sabían. Los protagonistas ignoraban que iban a ser próceres. Por el contrario, eran hombres dominados por la incertidumbre y la perplejidad.

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