"No contestaré a ninguna pregunta", dice a EL PAÍS muy tranquilo,
con voz cristalina, casi de niño,
sin el menor atisbo de alteración. Su voz transmite cortesía y el tono
es más que amable.
Pero esta calma desaparece cuando tratan de ofrecerle dinero,
a él o a su madre, a la que arranca
el teléfono de las manos, y entonces puede gritar y mostrarse grosero,
incluso con gente que
le ha ayudado en su carrera. Perelman recibe esas muestras
de solidaridad o de preocupación
como un insulto. Grisha Perelman -su nombre es Grigori, pero él
siempre ha firmado con
su diminutivo ruso-, que de niño fue entrenado para ganar
y recibir premios, a partir de cierto
momento los rechazó todos. ¿Qué hizo que empezara a negarse
a aceptar distinciones, a los ojos
de todo el mundo merecidas, y comenzara a cortar relaciones
y a encerrarse en sí mismo?
Un aficionado al ajedrez probablemente asociaría
el caso de Perelman con el de Bobby Fischer,
y quizá no anduviera muy errado: muchos especialistas
consideran que ambos genios
desarrollaron el mismo mal, una especie de autismo
conocido como el síndrome de Aspergen.
Opinión con la que, por cierto, su primer maestro está
en total desacuerdo.
Antes del millón de dólares, Grisha había rechazado un
premio de la Sociedad Matemática
Europea y luego hizo lo mismo con la medalla Fields,
llamada frecuentemente el Nobel de las
Matemáticas, que debería haber recibido en Madrid
en 2006, durante el Congreso Internacional.
Al comienzo, nada indicaba que su carrera iba a llegar
a las más altas cimas y que -después de que
el destino hubiera permitido que triunfara en la ciencia
a pesar de los numerosos escollos que un
judío como él encontraba en su camino en la antisemita
Unión Soviética- terminaría en tragedia
-para el mundo científico, al menos-, en el abandono
de las matemáticas y en el encierro en sí mismo.
Encierro que es prácticamente total, pues Grisha ya no
se comunica con nadie, a excepción de su madre;
se niega a conceder entrevistas, no responde si a uno se
le ocurre ir a verlo y tocar a la puerta de su
apartamento, e incluso ha roto todos los vínculos con
la mayoría de sus antiguos colegas y maestros.
Grisha se refugia del mundo en Kúpchino, un barrio en
el sur de San Petersburgo donde el metro muere.
Construido en los años sesenta del siglo pasado, Kúpchino
es un típico suburbio dormitorio.
La gente que vive cerca de la casa de Perelman -un edificio
tipo de nueve plantas-, los que trabajan
en las tiendas adonde suele ir, ahora le reconocen. Muchos
cuando lo ven sacan sus móviles, con los
que le hacen fotos; pero la mayoría se comporta como Grisha
quiere: lo dejan en paz.
Perelman se inició en el campo de las matemáticas muy temprano,
siendo un niño, como se acostumbraba
en la época soviética. Su madre, Lubov, era una talentosa
matemática a la que su maestro incluso
llegó a ofrecer un puesto en el Instituto Herzen, donde él mismo
enseñaba. Esto era un honor, ya que
su nombramiento iba a ser difícil por dos razones: primero,
porque era mujer -es decir, potencialmente
madre, con lo que su consagración a la ciencia resultaba incierta-,
y segundo, porque era judía.
Pero Lubov desechó entonces el ofrecimiento por la sencilla
razón de que se acababa de casar y
quería crear una familia. Pasó más de una década antes de que
Lubov volviera a ver a su maestro.
Se toparon en la calle y ella le contó que tenía un hijo, Grisha,
que mostraba dotes para las matemáticas,
como lo probaba su reciente participación exitosa en un concurso
del barrio donde vivían, en los
suburbios de Leningrado, hoy San Petersburgo.
Y le preguntó qué podía hacer para desarrollar ese talento.
Garold Natanson, que así se llamaba el maestro de Lubov,
llamó entonces a Serguéi Rukshín,
según cuenta él mismo a EL PAÍS, entonces un joven matemático
con un don especial para
preparar a niños. El resultado de esa conversación fue que Grisha
ingresó en 1976 -recién cumplidos
los 10 años- en el círculo de matemáticas que funcionaba
en el Palacio de Pioneros de Leningrado.
Estos centros de élite, repartidos por la URSS, eran como
grandes clubes donde funcionaban
numerosos círculos para niños: de matemáticas, de ajedrez,
de deportes, de música... Grisha,
de hecho, llegó al Palacio de Pioneros de Leningrado sabiendo
ya tocar el violín, instrumento
que también había estudiado su madre, que era profesora
de matemáticas en una escuela.
Como recuerda Rukshín, que en esa época tenía solo 19 años,
Grisha acababa de cumplir los 10 años
y no era el benjamín del círculo, ni tampoco el más brillante ni
el mejor en las competiciones. Y no
lo fue hasta varios años después. Era bueno, talentoso, y
a diferencia de la mayoría de sus compañeros,
se mostraba tranquilo, callado.
Incluso para solucionar los problemas era introvertido;
prácticamente no escribía nada previo, no hacía
cálculos en el papel, todo lo analizaba mentalmente hasta
que obtenía la solución, que pasaba entonces
a la hoja que tenía delante.
Había signos que indicaban que la solución estaba próxima:
podía tirar una pelota de pimpón contra
la pizarra, caminar de allá para acá, marcar un ritmo con un
lapicero en el pupitre, restregaba sus
muslos -los pantalones que usaba llevaban la marca de esa
costumbre- y luego se frotaba las manos,
además de emitir ruidos parecidos a quejas o zumbidos,
que eran, en realidad, tarareos de alguna pieza
musical, como Introducción y rondó caprichoso de Camille Saint-Saëns.
Al principio, Grisha no era el mejor. Pronto llegó a serlo y se
convirtió en el alumno preferido
de Rukshín. Éste siempre ha defendido que los niños deben
concentrarse en aquello que mejor les resulta.
Esta posición, dice sonriendo, ha resultado beneficiosa tanto
para el ajedrez ruso como para el español.
Así, aconsejó a Alexandr Jalifman, el futuro campeón mundial de ajedrez,
que se consagrara al juego-ciencia
y no a las matemáticas; lo mismo hizo con Valeri Sálov
-el gran maestro ruso que en 1992 se mudó
a España-, a quien prácticamente expulsó de su círculo matemático.
Probablemente esta concepción de Rukshín hizo que
Grisha abandonara sus clases de violín para
entregarse por completo a las matemáticas. Su maestro
insiste en que no le obligó a dejar la música;
al contrario, lo introdujo en la música vocal, a la que
Perelman no estaba acostumbrado.
El que dejara de tocar el violín no significa que Grisha
renunciara a la música. La verdad es que incluso
hoy es una de sus pocas aficiones; le gusta la ópera,
y hasta hace poco solía comprar las entradas
más baratas en el gallinero del Teatro Mariínski (ex Kírov).
También se le puede ver a veces en los
conciertos de jóvenes cantores.
Rukshín no solo fue el descubridor de Perelman, sino su
primer maestro, el que lo formó y fue su
primer tutor científico. Entre ambos se creó una relación
especial. Al acercamiento con Grisha contribuyó
probablemente el que después de las clases en el Palacio
de Pioneros, dos veces por semana,
hacían juntos el trayecto en el metro hasta la última estación,
Kúpchino, el barrio de Perelman. Rukshín
tenía que tomar allí un tren de cercanías hasta su casa, que
en ese tiempo estaba en la ciudad de Pushkin.
A los 14 años, Rukshín comenzó a darle clases intensivas
de inglés, para que Grisha pudiera entrar
en el colegio especializado en física y matemáticas, la famosa
Escuela Número 239 de Leningrado.
El inglés era el idioma extranjero que estudiaban allí, mientras
que en su escuela Grisha había aprendido
francés. Al final de las vacaciones, Rukshín había logrado lo
imposible: que Grisha estuviera al nivel
requerido, o sea, había hecho en menos de tres meses
lo que los otros niños habían conseguido en
cuatro años.
Grisha ingresó junto con sus compañeros del club en la famosa
escuela. Se trataba de la primera
vez que, en lugar de dispersar a los miembros del círculo de
Rukshín en diferentes clases, los pusieron
a todos en una. Así comenzaba otro experimento ideado
por Rukshín -no separar a los niños
superdotados-, aunque entonces ellos formaran solo la mitad
del curso; hoy ya hay clases que funcionan
exclusivamente con chicos especialmente talentosos para la ciencia.
El elegido como profesor jefe en la clase de estos
superdotados fue Valeri Rízhik, un pedagogo innato,
según asegura Masha Gessen en su libro Perfect rigor:
A genius and The mathematical breakthrough
of the century, dedicado a Perelman.
La idea de Rukshín de no separar a los pequeños genios
generó polémica, pero finalmente se
impuso; el mismo Rukshín seguiría preparándolos en
el club particularmente para las olimpiadas de
matemáticas. Rízhik recuerda que Perelman se sentaba
al fondo de la clase, nunca hablaba, salvo cuando
veía un error en las demostraciones que los niños hacían
en la pizarra; entonces levantaba apenas la mano
y corregía. Era un chico que se tomaba las reglas al pie
de la letra, y por eso nunca se distraía.
Rízhik solía llevar los domingos a los niños de su clase
a caminar por el campo o por el bosque, y en las
vacaciones, a largas excursiones a otras regiones de Rusia.
Grisha nunca fue a ninguna, ni asistió a los
Martes Literarios que organizaba su profesor. La opinión
de Gessen de que Rízhik desempeñó un
importante papel como pedagogo no es compartida por
Rukshín, que otorga más méritos a Nikolái
Kuksa, ex oficial de submarino que protegió a
Grisha durante sus estudios en la Escuela Número 239.
A pesar de sus excentricidades y de su dificultad
para comunicarse con otros, Perelman siguió su carrera
matemática con relativa normalidad, sobre todo gracias
a las personas que, viendo su talento,
lo protegieron y consiguieron que fuera admitido en la
discriminatoria Facultad de Matemáticas
de la Universidad de Leningrado, que solo aceptaba a
dos judíos al año. La táctica seguida para
ello fue conseguir que Perelman formara parte del equipo
olímpico ruso de matemáticas, ya que
sus miembros ingresaban automáticamente en la Universidad
que eligieran. Grisha no solo lo consiguió,
sino que logró un extraordinario resultado en las Olimpiadas
de Budapest: 42 problemas resueltos
de un total de 42.
Perelman vivía en su propio mundo, ignorando la realidad
del mundo exterior, que creía que era justo
y que funcionaba como debía, siguiendo reglas claras.
Nunca se interesó por la política, tampoco
por las chicas, ni se enteró de que la sociedad soviética
era antisemita. Su madre, sus profesores y
entrenadores se preocuparon de protegerle de esa realidad
exterior, de solucionar sus problemas y de
garantizar que pudiera dedicarse exclusivamente al mundo
de las matemáticas. Fue gracias a ellos
-Rukshín, Kuksa, Rízhik, Alexandr Abrámov en el colegio
y las competiciones; Víktor Zalgaller,
Alexandr Alexándrov y Yuri Burago después- como Perelman
pudo terminar la facultad, obtener
su doctorado, ganar becas en el extranjero, dar charlas y enseñar.
A los 29 años, estando en EE UU, la Universidad de Princeton
mostró interés por contratarlo como
profesor asistente, pero él se negó a presentar un currículo;
dijo que si lo querían, que le dieran un
puesto de profesor titular. No lo hicieron y lo lamentarían.
Perelman fue a Princeton a principios de 1995 a dar una
conferencia sobre su prueba de la
Conjetura del alma (Soul conjecture) y para entonces se
había convertido ya en el mejor
geómetra del mundo. ¿Por qué esas exigencias, para qué
querían un currículo suyo si habían
asistido a sus conferencias? Encontraba absurdo
que le pidieran datos sobre su persona.
Tampoco aceptó una propuesta para ser profesor
titular en Tel Aviv.
De vuelta a San Petersburgo ese mismo año, terminado
su Miller Fellowship en Berkeley,
Perelman regresó a casa con su madre y al laboratorio de Burago.
Grisha parece haber desarrollado una especie de alergia a los
premios a mediados de los noventa.
En 1996, la Sociedad Matemática Europea celebró su segundo
congreso cuatrienal en Budapest, en el
que instituyó premios para matemáticos menores de 32 años.
Burago, Anatoli Vérshik, entonces
presidente de la Sociedad Matemática de San Petersburgo,
y Mijaíl Grómov, el introductor de
Perelman en Occidente, presentaron a Grisha, cuya candidatura
salió victoriosa. Pero éste, al enterarse,
dijo que no quería el premio y que no lo aceptaría; incluso
amenazó con montar un escándalo
si anunciaban que él era el ganador.
Extraña actitud en una persona que había sido entrenada
para ganar olimpiadas, y por tanto, premios.
Nunca en su época de competidor había dado indicios de
oponerse a los galardones. Más aún,
sus fracasos -dos seguidos- fueron los que, según Rukshín,
hicieron que Perelman se pusiera las
pilas y trabajara duro para triunfar y convertirse en un auténtico
científico.
Además, ya como matemático puro y duro, recibió a principios
de los años noventa un premio que
le otorgó la Sociedad de Matemáticas, que aceptó gustoso.
Todo apunta a que empezó a irritarle la idea de que otra persona
pudiera juzgar su trabajo, cuando
él se consideraba ya el mejor del mundo. Además vivía bajo
una enorme autoexigencia, que le llevaba
a considerar que no era merecedor del premio en cuestión,
entre otros motivos, porque no había
completado su trabajo todavía.
Esta conciencia de su superioridad unida a su rigidez moral
-modelada en torno a la figura ideal de
Alexándrov, con la exigencia de decir siempre la verdad y
solo la verdad- es lo que, según quienes
le conocieron, le lleva a rechazar ese premio y otros posteriores.
Paralelamente comienza a autoaislarse de la comunidad científica,
aunque participa en actividades
matemáticas con niños. Pero en 1996 deja de contestar
a los correos electrónicos de sus colegas
norteamericanos y prescinde de discutir sus proyectos.
A partir de ese momento, nadie sabía en
qué estaba trabajando Perelman, aunque seguramente
fue cuando comenzó su asalto a la conjetura
de Poincaré.
Que Grisha no había desaparecido del todo quedó
claro cuatro años más tarde, cuando el matemático
norteamericano Mike Anderson recibió un correo
electrónico en el que el genio ruso le planteaba algunas
dudas sobre un trabajo que este acababa de publicar.
Dos años y medio después se confirmó que Grisha no
era de esos talentos prometedores que de
pronto se paran y quedan empantanados. El 2 de noviembre
de 2002, Anderson recibió, al mismo
tiempo que un puñado de matemáticos, otro correo de Perelman
en el que informaba de que había
colgado un nuevo trabajo en Internet.
De hecho, se trataba de la demostración de la conjetura de
Geometrización y de la de Poincaré,
aunque él no lo especificaba. Anderson leyó el trabajo,
comprendió su importancia e invitó a Perelman
a EE UU, cosa que, para su sorpresa, éste aceptó.
Al mismo tiempo, envió correos a otros matemáticos
llamándoles la atención sobre lo que Grisha había publicado en la Red.
Un año más tarde, el 10 de marzo de 2003, Perelman
colgó una segunda parte de su trabajo,
mientras hacía los trámites para el visado que le permitiera
viajar de nuevo a EE UU. En Norteamérica,
Perelman dio magníficas conferencias y comentó a un colega
que creía que pasaría un año y medio
o dos antes de que se comprendiera la demostración
expuesta en su trabajo.
Al mismo tiempo, comenzaron los problemas. The New
York Times publicó dos artículos en los que
escribía que Perelman había asegurado que había probado
la conjetura de Poincaré e insinuaban que
lo había hecho para ganar el millón de dólares
de recompensa anunciado por el Instituto Clay.
Para Grisha, esto, además de ser completamente falso,
era un insulto. La verdad es que había
empezado a trabajar en Poincaré mucho antes de que
el Clay seleccionara los siete problemas
del milenio y nunca había tenido especial interés por el dinero.
Perelman rechazó las numerosas ofertas que le hicieron para
quedarse en EE UU y regresó a
San Petersburgo en abril de 2004. El 17 de julio colgó la
tercera y última parte de su trabajo.
Si la primera era de 30 páginas y la segunda de 22, esta tenía
apenas siete.
Paradójicamente, el hecho de que Grisha colgara su prueba en
Internet y se negara a publicarla
en una revista especializada -como era la costumbre y una de
las condiciones del Clay para dar
el millón de dólares- impulsó una amplia discusión sobre
su trabajo, abierta y pública, que se
desarrolló en seminarios y conferencias especiales.
Algunos matemáticos acometieron la tarea de
explicar los trabajos
de Perelman y su demostración
de las conjeturas de Poincaré y Geometrización, pero
también hubo otros que trataron de robarle los
laureles y se autoproclamaron como los verdaderos artífices
de la solución. Al final tuvieron que dar
marcha atrás y reconocer el mérito a Grisha, pero todo
esto, así como la demora del Instituto Clay
en reconocer la prueba, unida a la indiferencia de
sus colegas rusos
-que no salieron en su defensa
cuando trataron de robarle su logro- debieron abrir una
herida profunda en Grisha.
La desilusión en el mundo de los matemáticos, que él creía
perfecto y puro, fue creciendo a su regreso
de EE UU, al tiempo que aumentó su autoaislamiento.
Hasta que en diciembre de 2005 renunció al puesto
en el Instituto Steklov, donde trabajaba. Cuando lo hizo,
anunció que abandonaba las matemáticas.
Al año siguiente, Perelman recibió un correo electrónico
del comité encargado del programa del
congreso mundial en el que deberían entregarle la Medalla
Fields, invitándole a dar una conferencia
con motivo de esta entrega. Pero ni siquiera respondió.
Y cuando el director del Steklov habló con
Grisha, este le dijo que no había contestado porque los
nombres de los miembros del comité eran
secretos y él no participaba en conspiraciones.
Si puede haber cierta lógica en el rechazo al premio de la
Sociedad Europea -no consideraba
completado su trabajo- y en el de la Medalla Fields, que
es un estímulo a los ma-, es más difícil
comprender su renuncia al millón de dólares del Instituto
Clay, que se entrega por solucionar un
problema determinado.
Rukshín sostiene que el rechazo al dinero se debió
principalmente a la profunda desilusión que
sufrió al ver la injusticia de la comunidad matemática
y lo que él consideraba deshonestidad, como se
lo explicó a John Ball, presidente de la Unión Internacional
de Matemáticas, cuando renunció a la Medalla
Fields.
Lo que lo desconcertó, lo perturbó, según su maestro,
no fue que el mundo fuera imperfecto,
sino que el mundo de los matemáticos lo fuera también.
Precisamente el mundo que se ocupa
de la ciencia más exacta, donde algo o es verdad o es mentira,
y donde no hay posición intermedia
entre uno y otro extremo, entre correcto o incorrecto.
Grisha, según sus allegados, creía que en este
universo había un espacio perfecto, el altar de la matemática;
él se consagró precisamente a ello y
se inventó un paraíso. Y eso también falló. En esto consiste
la catástrofe, y aquí, afirma Rukshín,
está también la diferencia con Bobby Fischer, que no podía
comunicarse con el mundo.
Perelman puede: todos sus vecinos atestiguan que se
comporta normalmente con ellos, que es sociable
y gentil.
Rukshín explica así los sentimientos que llevaron a Grisha
a renunciar al millón: "Para comprender a
Perelman, imagínese que el teorema es como su hijo,
que en la infancia pasó por una enfermedad grave,
durante la cual no sabía si sobreviviría o no. Mientras
no has demostrado el teorema, mientras continúa
siendo una conjetura, es como tu hijo enfermo. Y Grisha
estuvo junto a la cabecera de ese hijo nueve
o 10 años, luchando por su vida y cuidándolo día y noche.
Por fin, el niño sanó, creció, es fuerte y hermoso;
pero te lo quieren robar y te lo secuestran. Para Grisha
fue como un secuestro cuando trataron de
apropiarse del resultado de su trabajo. No pudo aceptar
que un teorema pudiera ser comprado,
vendido o robado".
Un talento matemático
» Grigori Perelman nace el 13 de junio de 1966 en
Leningrado (actual San Petersburgo).
» A los 14 años ingresa en la Escuela 239 de Leningrado
para jóvenes talentos.
» En 1982 obtiene la medalla de oro en las olimpiadas
de matemáticas como miembro del equipo de la URSS.
» En 1996 rechaza el premio de la Sociedad Matemática
Europea para jóvenes matemáticos.
» En 2002 resuelve la conjetura de Poincaré.
» En 2005 renuncia a su puesto en el Instituto Steklov.
» En agosto de 2006 rechaza la medalla Fields, considerada
el Nobel de las Matemáticas.
» En marzo de 2010 no acepta el premio de un millón de
dólares que le concede el instituto
Clay de Matemáticas.
Grisha por los puentes de Königsberg
JAVIER SAMPEDRO
La topología, la especialidad de Perelman, tiene
el más encantador de los orígenes.
La ciudad de Königsberg, la actual Kaliningrado rusa,
tenía siete puentes para salvar
el complicado trazado del río Pregel. Cinco puentes daban
a una isla interior y los otros
dos cruzaban los brazos del río por otros sitios. La gente
se preguntaba si sería posible
cruzar la ciudad pasando solo una vez por cada puente.
Y fue el gran matemático suizo
Leonard Euler quien halló la respuesta.
Si llegas a la isla por un puente, se dijo Euler, tienes que salir
por otro, luego la isla tiene
que tener dos puentes, o cualquier otro número par.
Como tenía cinco, la respuesta era no.
Lo importante fue el atajo que usó Euler. Se desentendió
del mapa real de Kaliningrado
casi por completo y solo se quedó con un gráfico minimalista
que podría servir para
otras muchas ciudades, reales o imaginarias. Prefiguró
así la topología, una geometría de las cualidades.
La topología se ocupa de las propiedades de un objeto
que permanecen por mucho
que se le deforme (sin romperlo ni abrirle agujeros).
Como la A se puede deformar
hasta una R, ambas letras son equivalentes para la topología.
No así la B (con dos agujeros)
ni la M (sin ninguno).
Un cubo tiene 6 caras, 8 vértices y 12 aristas.
La operación 6+8-12 nos da la característica
de Euler del cubo, que es 2. Un octaedro tiene 8 caras,
6 vértices y 12 aristas, lo que nos
da una característica de 8+6-12 = 2 otra vez.
Sigamos subiendo el número de caras.
El dodecaedro da 12+20-30 = 2. El icosaedro
da 20+12-30 = 2.
Por más que aumentemos
el número de caras, la característica sigue siendo 2,
y esto vale también para el poliedro
de infinitas caras, que es la esfera. Todos estos objetos
son intercambiables para la topología:
se pueden deformar unos en otros.
Como pasaba con las letras, sin embargo, los objetos
con un agujero tienen una característica
distinta (0). Da igual que sea una casa de vecinos con
su patio, un donut (toro, en la jerga)
o una taza de café: todos tienen característica 0 y son
equivalentes para la topología,
pero en un grupo separado de la esfera y sus acólitos.
Unas gafas sin cristales
representan otra clase más, con dos agujeros, como un
doble toro (dos donut siameses),
con característica -2.
Fue otro gran matemático, el francés Henri Poincaré,
quien desarrolló sistemáticamente
los fundamentos de la topología a principios del siglo XX.
Su éxito fue espectacular, pero
se dejó pendiente un problema grave. No logró extender
del todo
los anteriores principios
a un mundo de cuatro dimensiones.
En nuestro mundo de tres dimensiones, los objetos sin agujeros,
por muy distintos que sean,
se pueden reconocer por una propiedad llamada
conectividad simple.
Significa que si les
atas una goma elástica alrededor, siempre puedes recuperar la
goma sin desatarla, solo corriéndola.
Esto no pasa con un donut. Y Poincaré no pudo demostrar
que lo mismo vale en un mundo
de cuatro dimensiones (donde la esfera no se puede imaginar,
pero sí analizar matemáticamente).
Supuso que sí, y esa suposición pasó a llamarse conjetura
de Poincaré. Hicieron falta cien años
para que Grisha Perelman lograra demostrarla,
convirtiéndola en un teorema.
Perelman no solo ha resuelto un problema que se les había
resistido a los mejores matemáticos
del mundo durante 100 años, sino que para hacerlo
ha desarrollado unas herramientas que abren
un nuevo continente a la investigación matemática.
No olvidemos que, según la relatividad de Einstein,
vivimos en un espaciotiempo de cuatro dimensiones.
La más abstracta de las disciplinas matemáticas
es ahora capaz de descubrir la forma de nuestro universo.
Y ha salido gratis.
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