Desarrollo
El
dolor, ya sea considerado como síntoma o enfermedad, es eterno:
existe desde siempre; es inevitable: no podemos predecir ni
luchar contra su aparición y tampoco podemos definirlo con
precisión, a pesar de lo mucho que se ha dicho y escrito sobre
él. Lógico es pensar, por tanto, que el dolor existió, desde
el comienzo de la vida o desde la aparición del hombre sobre la
Tierra. Según las doctrinas cristianas, después de la creación
de Eva, que tuvo lugar a través de un acto necesariamente
doloroso para el cual Adán fue sometido a un plácido sueño,
ella misma y toda su descendencia fueron castigados con el dolor
del parto.
Siguiendo
esta doctrina, podemos determinar un punto preciso de partida,
pero seguramente las cosas ocurrieron de una manera diferente.
Para los evolucionistas, la vida surgió en el mar, y después de
formas muy primitivas (nucleoproteínas o acúmulos de
protoplasma) y merced a profundas transformaciones filogenéticas
(fisiológicas y anatómicas), pasaron a la tierra por los
estuarios de los ríos. En este caso, el origen del dolor es más
impreciso, aunque se piensa que ya existía en las fases más
primitivas de la vida: en los océanos hace ya millones de
años. Sea
como fuere, al establecerse la vida en la tierra y al surgir los
primeros eslabones del hombre, aparece ciertamente el dolor como
su compañero inseparable y se inicia, necesariamente, la lucha
contra este molesto síntoma.
No fue posible definir
conceptualmente el dolor como una sensación somática, y
seguramente no podrá serlo, al igual que ocurre con otras
sensaciones que sólo podemos conocer a través de una
interpretación personal, exclusivamente por la experiencia. Para
el médico y para el enfermo es útil la interpretación del
síntoma o vivencia dolorosa; para el filósofo, en cambio, es
más importante su implicación en el intento de una
interpretación de la concepción del mundo y de la vida que la
vivencia dolorosa misma.
La
actitud del hombre ante el dolor: el causado por la enfermedad
aguda o crónica, el experimental o el provocado por él mismo en
la lucha, a su vez, contra el dolor (cirugía), así como su
interpretación, fueron cambiando a lo largo de los tiempos. Sin
embargo, esta aseveración precisa que la aclaremos, pues
conviene insistir en que los medios de que dispuso el hombre
primitivo en la lucha contra el dolor: métodos físicos y drogas
analgésicas o intoxicantes, fueron más o menos las mismas que
se utilizaron hasta el siglo XIX.
Del
mismo modo, la interpretación del dolor por el hombre primitivo,
el de las edades antiguas y, sobre todo, el medieval en el
occidente europeo, estuvo notablemente influida por el
pensamiento místico y religioso, y a la luz de las doctrinas
cristianas, el dolor era un medio de purificación y de
redención, lo que la Iglesia católica consintió y apoyó. Esta
actitud fue tal, que se fomentó el martirio y muchos se
entregaron al sufrimiento voluntario y exaltaron el aura de la
belleza espiritual.5 No
podemos pasar de largo la interrelación místico-religiosa
medieval con el pensamiento filosófico metafísico y su
concepción del mundo a través del concepto del dolor.
El
misticismo medieval continuó influyendo, de una u otra manera,
sobre los científicos de los siglos XVIII y XIX; de tal manera,
que los filósofos alemanes y otros muchos daban la bienvenida al
dolor como símbolo de la vida universal (Schlegel), ya que era
considerado como uno de los valores destinados a la conservación
de la especie (Nietzsche); mientras que para otros
(Feuchtersleben), el hombre se encontraba en dolor permanente, y
ese dolor de la vida sería el aguijón de la actividad humana.
Para este mismo autor, la mezcla de placer y dolor en el
laberinto de la vida humana sería el símbolo de la intención
divina.
Sin
embargo, justo es decir que con el paso del tiempo se fue
conociendo mucho mejor este enigmático síntoma, tanto desde
posiciones médico-científicas como desde el punto de vista de
su tratamiento; pero a pesar de los logros conseguidos en las
últimas décadas, el dolor está ahí, sigue todavía entre
nosotros como una amenaza constante e ineluctable. Pensamos
que el conocimiento de su historia, de sus conquistas y de sus
frustraciones, puede significar una experiencia única y
servirnos de tonificante en el estudio de su arduo conocimiento;
además, por otra parte, nos servirá de estímulo para alcanzar
un nuevo peldaño –no para descansar por lo conseguido hasta el
presente–, sino para apoyarnos sólidamente en él para
alcanzar otros mucho más altos.
La magnífica
revisión de los doctores Fernández Torres y colaboradores logra perfectamente este cometido, y puede ser ese tonificante el
que nos permita evadirnos de la muchas veces espinosa tarea de su
estudio y tratamiento. Artículo
cortesía de la Revista Española de Dolor. Agradecemos la
gentileza del Dr. Franco Grande y las atenciones prestadas a la
Revista Mexicana de Algología/Dolor, Clínica y Terapia.
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